La rutina nocturna de esta familia parecía normal para cualquiera.
La niña, de apenas ocho años, se fue a dormir abrazada a su muñeca favorita, mientras su padre la arropaba con una sonrisa forzada que ocultaba preocupación.
Porque cada noche, a la misma hora, ocurría lo mismo: la niña se despertaba gritando.
—¡No, duele! —sollozó entre lágrimas. Su angustia era tan real que le congeló la sangre.
Su padre intentó calmarla, convenciéndose de que eran simplemente pesadillas.
Pero a medida que pasaban los días, las escenas se volvían más intensas.
Los gritos resonaron por toda la casa y la niña se despertó temblando y con los ojos muy abiertos por el miedo.
Al principio, los médicos le diagnosticaron terrores nocturnos, algo común en niños pequeños.
Recomendaron paciencia, rutinas más tranquilas y evitar estímulos fuertes antes de dormir.
Pero nada funcionó.
Las pesadillas continuaron, cada vez más vívidas, cada vez más desgarradoras.
El padre, exhausto, empezó a anotar las frases que la niña repetía en sueños: «No, me duele», «Suéltame», «No quiero».
Estas palabras no parecían inventadas por la imaginación de un niño.
Eran los gritos de alguien reviviendo algo doloroso.
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