Arrojé al suelo la vieja mochila escolar del muchacho y miré al niño de 12 años con ojos fríos y distantes.
“Vete. No eres mi hijo. Mi esposa está muerta. No tengo ninguna obligación de cuidarte. Vete a donde quieras.”
Él no lloró.
No rogó.
Solo inclinó la cabeza, recogió su mochila rota, y se marchó en silencio — sin decir una sola palabra.
Diez años más tarde, cuando la verdad salió a la luz, deseé más que nunca poder volver atrás en el tiempo.
Mi nombre es Rajesh, y tenía 36 años cuando mi esposa, Meera, murió de un derrame cerebral repentino.
No me dejó solo a mí — sino también a un niño llamado Arjun, de 12 años.
Pero Arjun no era biológicamente mío.
Era hijo de Meera de una relación anterior.
Cuando me casé con Meera a los 26 años, ella ya había pasado por un gran dolor — un amor sin nombre, un embarazo que enfrentó sola.
En aquel entonces, admiraba su fortaleza.
Me dije a mí mismo que era noble por “aceptarla” a ella y también a su hijo.
Pero el amor que no nace del corazón… no perdura.
Crié a Arjun como una responsabilidad — nada más.
Todo se vino abajo cuando Meera murió.
Ya no había nadie que me mantuviera unido al niño.
Arjun era siempre callado, distante, respetuoso.
Quizás sabía — en el fondo — que nunca lo amé de verdad.
Un mes después del funeral, finalmente se lo dije:
“Vete. Si vives o mueres, no me importa.”
Esperaba que llorara. Que suplicara.
Pero no lo hizo.
Se fue.
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