En ese instante, el monitor del bebé comenzó a sonar de forma alarmante. Nicolás estaba sufriendo otra crisis. “¡Quítense del medio!”, gritó Lucía, corriendo hacia la clínica. Allí, frente a todos, demostró quién era realmente. Tomó el control de la situación con la seguridad de la médica que una vez fue. Abrió el oxígeno, ajustó los aparatos y comenzó el procedimiento de reversión con manos firmes. “Vamos, pequeño, no me dejes ahora”, decía entre lágrimas. El monitor pitaba sin ritmo, hasta que, de repente, se escuchó un latido suave y constante. El corazón de Nicolás volvía a latir. “¡Está vivo!”, gritó Lucía, y un alivio inmenso inundó la habitación. Eduardo cayó de rodillas, llorando, mientras el médico susurraba, emocionado: “Lo salvaste”. Afuera, Camila era escoltada por los guardias, gritando que todo era una trampa. Nadie le creyó.
Días después, la paz había regresado a la mansión. Eduardo caminaba por el jardín con un sonriente Nicolás en brazos. Un cartero llegó con un sobre antiguo para Lucía. Era una carta del director de su antiguo hospital. Confesaba que el error médico que había destruido su carrera nunca existió; la habían culpado para encubrir el fallo de un político importante. Era inocente. Eduardo se acercó a ella. “No sé cómo agradecerte”, dijo. “Quien salva una vida, gana otra”, respondió ella con sencillez. Poco después, Eduardo anunció la creación de la “Fundación Lucía y Nicolás” para ayudar a niños enfermos. La niñera invisible se había convertido en un símbolo de esperanza, demostrando que, a veces, el aliento de vida proviene de quien el mundo ni siquiera mira, de alguien sencillo que ama sin esperar nada a cambio.