Después del discurso, me llevaron al frente casi por obligación de los aplausos. Esteban se sentó a mi lado, protegiendo mi espacio. Daniel desapareció durante media hora. Cuando regresó, lo seguía Romina, seria y distante.

Durante el baile de los recién casados, Romina se acercó a mí.

—Teresa, ¿podemos hablar? —inició con un tono que me sorprendió: no era arrogante, sino sincero.

En un rincón, me confesó:

—No sabía que Daniel te había puesto en la última fila. Pensé que estarías con mi familia. Y tampoco sabía que trabajaba en un edificio de Luján.

Me quedé en silencio.

—Mi hijo no me cuenta mucho —admití.

—Lo sé —respondió ella—. Y ahora entiendo por qué.

Respiró hondo antes de revelar lo que le había ocultado Daniel a todos:

—Le pidió a mi padre un ascenso… a cambio de “desvincularse de ciertos compromisos familiares”.

Mi corazón se detuvo.

¿Desvincularse… de mí?

Antes de que pudiera reaccionar, escuchamos un vaso caer. Daniel estaba discutiendo con Esteban.

—¡No tenías que exponerme así! —gritó.
—No se trataba de ti —respondió Esteban con calma—. Se trataba de tu madre.

Las palabras resonaron en toda la sala. Los invitados se acercaron. Romina intervino antes que yo.

—Daniel, basta —ordenó—. Hoy te vi como nunca… y no me gustó lo que vi.

Él quedó paralizado.

—Porque si tratas así a tu madre —continuó— ¿cómo me tratarás a mí cuando te incomode algo?

Daniel quedó sin argumentos, sin aire… sin orgullo.

La verdad que destruyó la ambición