En mi última revisión prenatal, el médico se quedó mirando la ecografía con las manos temblorosas. En voz baja, me dijo: «Tienes que irte de aquí y alejarte de tu marido».

Emma guardó la nota en el libro de bebé de Sophia. Algún día, le contaría a su hija toda la historia: no como un relato de miedo, sino de fuerza adquirida al sobrevivir.

Para la primavera, Emma se había mudado a un modesto apartamento bañado por la luz del sol. La habitación del bebé era pequeña, tranquila y segura: sin cerraduras ni secretos, solo luz.

Y cuando vio a Sophia durmiendo, Emma sintió que algo desconocido pero poderoso crecía en su interior. No miedo. No arrepentimiento. Sino resiliencia, de esas que se forjan con fuego.

Michael podría seguir existiendo en algún lugar, resentido e impenitente. Pero ya no influyó en su historia.

Esa historia ahora les pertenecía a ella y a Sophia: una historia de escape, resistencia y un futuro iluminado no por el miedo, sino por la confianza. Confianza en sí misma. En la verdad. Y en la vida que finalmente era libre de crear.

 

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