Elena despertó en la habitación del Hospital La Paz rodeada de máquinas silenciosas y un monitor fetal que marcaba un ritmo irregular. El dolor seguía latente, pero era la angustia lo que la mantenía despierta. Su móvil vibró con mensajes de desconocidos insultándola, repitiendo la versión manipulada que Javier había difundido: que la caída había sido un accidente. No quiso leer más.
Horas después, la puerta se abrió. El juez Santiago Herrera entró, con el rostro serio pero los ojos cargados de algo más: duda, esperanza, culpa.
—No estoy aquí como juez —dijo suavemente—, sino como un hombre que cree… que quizá seas su hija.
Elena se quedó helada. Su madre, fallecida dos años atrás, jamás quiso hablar del pasado. Siempre evitaba el tema de su padre. Temblando, Elena tomó la fotografía que Santiago le ofrecía: una mujer joven, idéntica a su madre, abrazaba a un Santiago veinteañero. Y en su cuello… el mismo collar que Elena llevaba desde niña.
Antes de que pudiera responder, llegó María Cifuentes, una abogada especializada en violencia de género recomendada por el juez.
—Tu caso es más grande de lo que imaginabas —dijo abriendo una carpeta llena de documentos—. Javier tiene antecedentes encubiertos. Hace cinco años, su anterior pareja apareció muerta tras una “caída accidental”. Los informes médicos fueron alterados. Y Lucía estuvo presente días antes de su muerte.
Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Creéis que podría…?
—Sí —respondió María con firmeza—. Y lo intentará de nuevo. Por eso debemos actuar antes que él.
Al poco tiempo llegó un detective retirado, Miguel Robles, quien había llevado la investigación de la ex pareja de Javier antes de ser apartado del caso sin explicación. Traía declaraciones de vecinos, del portero del edificio y de un conductor que había visto discusiones violentas.
—Todo encaja —dijo—. Y esta vez no nos van a callar.
La enfermera Laura Benet, testigo del estado de las mujeres atendidas en años anteriores, añadió pruebas médicas que habían sido omitidas deliberadamente.
Frente a tanta información, Elena sintió mareo. Su vida, ya rota, adquiría dimensiones que jamás imaginó: abuso, corrupción, poder, silencio… y ahora, un posible padre perdido durante décadas.
El juez Herrera colocó una prueba de ADN sobre la mesa.
—No te presionaré —susurró—. Pero si quieres la verdad, estoy aquí.
Elena, temblando, aceptó.
Tres días después, el resultado llegó: positivo.
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