
La anciana pobre adopta a un niño abandonado; todos decían que estaba perdiendo el tiempo – pero 20 años después, nadie era más feliz que ella…
Hugo apretó fuerte sus manos endurecidas por los años:
—Mamá, toda la vida te sacrificaste por mí. Ahora me toca a mí darte paz, darte alegría. Ya no sufrirás hambre ni soledad. Déjame cuidarte, como tú me cuidaste.
El ramo de flores quedó en las manos de la anciana. Y mientras Hugo la ayudaba a subir al coche, entre aplausos, sonrisas y lágrimas de los vecinos, todos comprendieron que aquella mujer, una vez despreciada por su “locura”, era ahora la más feliz del mundo.
Porque la verdadera felicidad no se mide en dinero ni en lazos de sangre.
La felicidad a veces es solo un abrazo, una voz que dice “mamá”, y un corazón que sabe amar.