
La esposa se fue de viaje de trabajo por un mes… y al volver quedó helada al encontrar esto bajo la almohada de su marido.
Tres días después, Mariana encontró una liga para el cabello de color rojo debajo de la almohada en la recámara. No era suya. Ella nunca usaba ese tipo, ni mucho menos ese color.
La sostuvo entre sus dedos un buen rato. No sintió celos desbordados ni furia, solo una tristeza profunda, como una melodía que se apaga lentamente. Porque las mujeres tienen un sexto sentido. No dijo nada.
Esa noche, mientras descansaba con la cabeza sobre el brazo de Ricardo, preguntó suavemente:
—“Durante el tiempo que estuve fuera… ¿alguien vino a nuestra casa?”
Ricardo respondió sin dudar:
—“Solo vino Hugo a pedirme prestado el taladro, nadie más.”
Mariana asintió en silencio, intentando mantener el rostro sereno. La sonrisa en sus labios era forzada. Ricardo no notó nada, o quizá fingió no notarlo. Él siguió abrazándola, contándole historias sobre su trabajo durante el mes pasado. Pero esas palabras, que debían llenar el vacío de la distancia, ahora solo aumentaban la brecha en su corazón.
El sexto sentido le decía que algo no cuadraba. Una liga de cabello roja. Un envoltorio de dulce extraño bajo la cama. El reflejo nervioso de Ricardo al recibir un mensaje y voltear el teléfono boca abajo. Todo se unía en un rompecabezas doloroso.
Una noche, Mariana esperó a que Ricardo se durmiera profundamente. Tomó su celular con manos temblorosas, escondida bajo las sábanas. El corazón le retumbaba en el pecho. Revisó llamadas, mensajes, redes sociales. Al principio, nada extraño. Hasta que apareció un chat con un nombre femenino que nunca había escuchado de él.
Leyó. Primero frases inocentes. Después, palabras cada vez más íntimas. “Te extraño mucho.” — “El sábado paso por ti.” — “La cena estuvo perfecta, la próxima vez será mejor.” — “Buenas noches, amor .”
El golpe fue brutal. Las fechas coincidían exactamente con las semanas en que ella estaba en Monterrey. La liga roja, el dulce, la actitud nerviosa… todo tenía sentido.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Mariana miró el rostro dormido de Ricardo, tan tranquilo, tan falso.
—“¿Me engañaste, Ricardo?” —susurró entre sollozos ahogados.
Corrió al baño, se encerró y lloró hasta quedarse sin fuerzas. Pero al mirarse en el espejo, entre el rostro demacrado y los ojos rojos, vio algo más: decisión. Ya no era la mujer débil que había descubierto la verdad minutos atrás.
A la mañana siguiente, enfrentó a Ricardo. Le mostró la liga roja.
—“Explícame esto.”