Pero él no la escuchaba. Sus ojos estaban en Emily, que temblaba en silencio, abrazando a su hermano con fuerza. Había miedo en su mirada, pero también un tenue destello de esperanza.

Richard se arrodilló, tomando a Alex en un brazo y a Emily en el otro. Sintió el pequeño cuerpo de su hija aferrarse a él, escuchó sus sollozos empapando su chaqueta. La garganta se le cerró. Había pasado por alto las señales —demasiado cegado por el trabajo y el encanto de Vanessa.

Ya no más.

Su voz fue baja, pero firme como el acero:
—Vanessa. Haz tus maletas. Te vas de esta casa hoy.

Fueron duros, pesados. Emily apenas se despegaba de su padre, temiendo que también él desapareciera. Por las noches se despertaba sobresaltada, abrazando a Alex y susurrando:
—No dejes que vuelva, papá.

Cada vez, Richard los envolvía en sus brazos, prometiéndoles con voz quebrada:
—Se fue, cariño. Están a salvo. Nunca más los lastimará.

Durante años había corrido tras el éxito: contratos, inversiones, reuniones interminables… creyendo que el dinero bastaba. Pero ahora, viendo a Emily estremecerse con cualquier ruido y acunar a su hermano como una madre prematura, entendió lo ciego que había estado.

El dinero no valía nada si costaba la felicidad de sus hijos.