Murió con un vestido blanco. Pero el celador de la morgue se fijó: sus mejillas estaban sonrojadas como las de una persona viva. Lo que ocurrió en la boda que todos creían perfecta

Así comenzaron sus trayectos matutinos. Los días se volvieron semanas. Y un día, a la puerta de la morgue, Valera dijo de pronto:
—Tania, ¿y si vamos al cine? ¿O a un café?

Ella negó con la cabeza:
—¿Para qué querrías eso? Sabes quién soy. Que estuve en prisión.

—Y yo combatí —respondió tranquilo—. Disparé a gente. Maté. No con una pistola de juguete. ¿Crees que soy más limpio? No. Ambos pasamos por el infierno. Pero ahora estamos aquí. Y eso es lo que importa.

Aquella tarde, mientras limpiaba el pasillo, Tatiana sintió extenderse por su pecho una calidez —no miedo, no vergüenza, sino esperanza—. Aún no había dicho “sí”, pero ya soñaba con sentarse con él en un café pequeño y acogedor, reír, hablar de cosas simples. Quería vivir. De verdad.

De pronto, una voz brusca llegó desde la sala de descanso:
—Valera, ¿estás loco? ¿Para qué la quieres? ¿Quieres jugar?

—Es asunto mío —cortó él—. Y de nadie más.

—¡Te volviste loco! ¡Estuvo en prisión! ¿Para qué la quieres? —insistió el camillero.

Un minuto después, Valera salió al pasillo, frotándose los nudillos.
—Escucha —dijo, mirando directo al provocador—: una palabra más sobre Tania… y serás tú el paciente de la morgue.

El otro reculó, bufó:
—Están todos locos aquí.

Tatiana miró a Valera, que le tomó el brazo con firmeza.
—Así no puede seguir —dijo—. Tania, me gustas. De verdad. Y quiero estar contigo. Tenemos que cambiar algo.

Ella se confundió, quiso decir algo, pero de pronto sonó una voz cercana:
—¿Qué que hay que cambiar? ¡Tienen que casarse! ¡Haremos una boda y lo celebraremos a lo grande!

Se volvió y los vio. Aquellos mismos recién casados. La chica, pálida pero viva, sonreía radiante.
—Tienen que aceptar —dijo—. Son una pareja maravillosa. Y queremos darles las gracias. Por devolverme la vida.

Pero Valera y Tatiana rehusaron la celebración fastuosa. Eran demasiado adultos; había pasado demasiado para jugar a los disfraces.
—Un simple “sí” basta —dijo Valera.

Entonces los recién casados les hicieron un regalo: una luna de miel junto al mar.
—¿Has visto alguna vez el mar? —preguntó Valera.
—Nunca —susurró ella.

Pocos días después, Tatiana presentó su renuncia.
—Encontraré algo mío —dijo.
—Por ahora —sonrió Valera—, mi trabajo es cuidarte. Hacerte feliz. Protegerte.

Y cuando se plantaron frente a la orilla, mirando las olas romper sobre la arena, Tatiana sintió por primera vez en muchos años que no solo había sobrevivido.
Había empezado a vivir.

Y el azul infinito del mar parecía susurrar:
“Te lo merecías.”

 

Leave a Comment