“¡Apestas!”
“¡Vienes del basurero, verdad?”
“¡Hijo de la basurera, ja ja ja!”
Y con cada risa, sentía que me hundía más en el suelo.
Al llegar a casa, lloraba en silencio.
Una noche mi madre me preguntó:
—Hijo, ¿por qué estás tan triste?
Solo sonreí.
—Nada, mamá. Solo estoy cansado.
Pero en realidad, me estaba rompiendo por dentro.
Pasaron los años.
Desde primaria hasta secundaria, la historia fue la misma.
Nadie quería sentarse a mi lado.
En los trabajos en grupo, siempre era el último en ser elegido.
En las excursiones, nunca me invitaban.
“Hijo de la basurera”… ese parecía ser mi nombre.
Pero aun así, nunca me quejé.
No peleé.
No hablé mal de nadie.
Solo me concentré en estudiar.
Mientras ellos jugaban en los cibercafés, yo ahorraba para fotocopiar mis apuntes.
Mientras compraban nuevos celulares, yo caminaba largas cuadras para ahorrar el pasaje.
Y cada noche, mientras mi madre dormía junto a su saco de botellas, me decía a mí mismo:
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