Señor, por favor, sígame hasta mi casa. El oficial Morales se agachó para mirar a la niña a los ojos. Tenía 7 años, la mochila casi más grande que su cuerpo y la mirada fija, cargada de algo que no cuadraba con su edad. “¿Cómo dices?”, preguntó sorprendido. “Necesito que vea lo que pasa allá adentro”, dijo Jimena casi en un susurro. El policía frunció el ceño. Estaba acostumbrado a escuchar peticiones de niños, pero nunca así. Nunca con tanto peso en las palabras.
“¿Le pasó algo a tu mamá?”, insistió Jimena. Respiró hondo, abrió la boca, la cerró como si luchara contra el miedo de hablar y entonces soltó. “Mi mamá no sabe, pero él nos encierra. A veces ni comida tenemos.” A Morales se le heló la sangre. Ese él no fue explicado, pero bastaba el tono de la niña para entender que no era una fantasía infantil. ¿Quién hace eso, Jimena?, preguntó firme, intentando mantener la calma. Ella desvió la mirada, abrazó la mochila contra el pecho y murmuró, “No puedo decirlo aquí.
Si se entera va a ser peor. La respuesta fue suficiente. El policía agarró la radio, avisó que se apartaría unos minutos y decidió acompañarla. Jimena iba adelante, pasos rápidos, siempre volteando hacia atrás. Morales lo notó. Ella no buscaba protección en él. Lo estaba guiando como quien llevan a alguien hasta una verdad escondida. ¿Tu casa está lejos?, preguntó. Dos calles, pero nadie entra ahí”, contestó Seca. Llegaron frente a una casa sencilla con ventanas tapadas y la puerta de madera descarapelada.
No había movimiento ni un solo ruido. Jimena sacó una llave del bolsillo con las manos temblorosas. Antes de abrir, se volvió hacia él y dijo en tono serio, como si estuviera a punto de revelar un secreto prohibido. Me promete que no va a dejar que me lleve de regreso. A Morales se le revolvió el estómago. Te lo prometo respondió sin dudar. La niña giró la llave. La puerta rechinó. Un silencio pesado los envolvió. Algo dentro de esa casa estaba a punto de salir a la luz.
El pasillo era angosto y olía a humedad. Morales entró detrás de Jimena, sintiendo el aire sofocado apretarle el pecho. No se escuchaba nada dentro de la casa. Era como si el lugar estuviera detenido en el tiempo, tragado por el silencio. Las ventanas estaban tapadas con tablas, bloqueando toda luz natural. Lo poco que se veía venía de un foco débil en el techo, parpadeando como si fuera a fundirse. El policía pasó la mano por la pared áspera y mojada.
¿Ustedes viven aquí en la oscuridad?, preguntó en voz baja. Jimena abrazó su mochila y contestó sin mirarlo. Así es como él quiere. El tono de la niña hizo que Morales se estremeciera. No preguntó quién era ese él, solo siguió observando cada detalle. Las puertas a lo largo del pasillo estaban cerradas y casi todas tenían algo en común. Cadenas improvisadas o candados oxidados, una casa que parecía más cárcel que hogar. Morales intentó abrir una cerrada, otra igual. ¿Por qué las puertas están así?
Preguntó Jimena. respiró hondo como conteniendo las ganas de hablar y luego dijo, “Porque nadie puede salir hasta que él lo permita.” El silencio que siguió fue inquietante. El policía se agachó para mirar por la rendija de una puerta, pero solo vio oscuridad. El olor que salía era fuerte, mezcla de humedad y algo agrio, como comida echada a perder. De pronto, un crujido sonó dentro de la casa. No fue fuerte, pero suficiente para detenerlos. Morales llevó la mano a la pistola por instinto, mientras Jimena bajó la cabeza.
No se asuste murmuró ella. La madera siempre truena. Pero el policía sabía que no era solo madera. El silencio hacía que cada ruido pareciera vivo, como si algo escondido los observara. Llegaron a la sala. Sobre la mesa había restos de comida vieja, platos apilados, moscas rondando, un vaso roto en la esquina. Era la imagen del abandono. Morales miró alrededor y notó otra puerta al fondo, reforzada con una tranca grande. ¿Qué hay ahí adentro?, preguntó señalando. Jimena tardó en responder.
Se acercó despacio, como si el simple gesto fuera peligroso. Pasó su manita sobre el candado y susurró, “Es donde nos deja cuando no quiere escuchar nada.” Morales la miró en silencio. El nudo en su estómago se apretaba. Estaba claro que algo terrible se escondía tras esa puerta. Pero antes de que pudiera decir algo, Jimena lo volteó a ver con los ojos llenos de lágrimas. Usted prometió que iba a ver, ahora tiene que creerme. En ese instante, del otro lado de la pared comenzó a repetirse un sonido ahogado, un llanto bajo, sofocado, como si alguien intentara callarse para no ser descubierto.
Morales se acercó pegando el oído a la puerta cerrada, el corazón le latía con fuerza. El llanto venía de ahí. El soyozo apagado cortaba el silencio pesado de la casa. Morales apoyó el oído en la puerta de madera y confirmó. Venía de ese cuarto cerrado. El policía respiró profundo tratando de controlar la tensión que le subía por el cuerpo. ¿Quién está ahí?, preguntó con voz firme. No hubo respuesta, solo el llanto, un poco más alto, como si la persona hubiera sentido su presencia.
Jimena apretó la mano del policía y susurró, “Es Mateo.” Morales volteó hacia ella. “Tu hermano está ahí adentro.” La niña asintió, los ojos llenos de lágrimas. Siempre lo encierran cuando yo voy a la escuela. Ya no aguantaba escucharlo llorar solo. “Por eso lo traje a usted.” Las palabras de la niña atravesaron a Morales como una acuchillada. Sin perder tiempo, revisó la tranca. Era un candado viejo, pero resistente. Jaló la manija con fuerza, sin éxito. “Necesito la llave”, dijo mirando a Jimena.
Ella dudó. Luego corrió hacia un mueble viejo en la esquina de la sala, sacó de ahí una lata abollada, la abrió con prisa y mostró un manojo de llaves oxidadas. Con las manos temblorosas se las entregó al policía. Él las deja aquí cuando se va. Yo nunca me atreví a abrir. Morales probó una por una hasta que con un clic seco el candado cedió. Empujó la puerta despacio. El rechinido retumbó en la casa como un grito. El cuarto era pequeño y casi sin ventilación.
La única ventana estaba tapada con madera y trapos. En el piso, sobre un colchón delgado y sucio, un niño flaco de unos 4 años estaba encogido, abrazando sus rodillas, los ojos hinchados, la cara mojada de lágrimas. Apenas la puerta se abrió, el niño levantó la cabeza asustado como un animal acorralado. Cuando vio a Jimena, corrió hacia ella colgándose de su cuello. “Mateo”, dijo la niña llorando mientras lo abrazaba. “ya volví. Ya no tienes que tener miedo. ” Morales miraba la escena con el corazón apretado.
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