Esa pregunta perseguía a Adrien Veyron, uno de los millonarios más jóvenes de Londres. A sus treinta y dos años, tenía todo lo que otros solo podían soñar: una empresa tecnológica global, una villa con vistas al Támesis y una novia a la que la sociedad adoraba: Cassandra Leigh, una modelo con una sonrisa impecable y un encanto natural.
Pero detrás de cada foto romántica y aparición en la alfombra roja, el corazón de Adrien estaba inquieto. Cassandra decía que lo amaba, pero él nunca lograba sacudirse la sensación de que amaba más su dinero que su alma. Una vez, cuando enfermó y no pudo asistir a una gala, ella fue sin él, sonriendo ante las cámaras y fingiendo no notar el espacio vacío a su lado.
Así que, una mañana, Adrien tomó una decisión imprudente, una decisión que sacaría a la luz la verdad. Le dijo a Cassandra que su coche había derrapado sobre el asfalto mojado y que tal vez nunca volvería a caminar. Su médico no estaba “seguro” de su recuperación, y necesitaría pasar meses en una silla de ruedas.
Al principio, ella se comportó de manera perfecta. Lloró dramáticamente junto a su cama, llamándolo “mi hombre valiente”. Pero en una semana, Adrien empezó a ver las grietas. Suspiraba con impaciencia cuando a él se le caía el teléfono. Les pedía a las empleadas que le dieran de comer porque “no soportaba verlo”. Y una noche, la escuchó por teléfono, riéndose con una amiga.
—Honestamente, es patético. Un hombre como él, atrapado en una silla. No puedo vivir así para siempre.
Esas palabras se le grabaron a fuego. Sin embargo, en silencio, alguien más notó su dolor: Marbel, una nueva empleada venida del campo. Tenía una voz suave y serena, nunca era intrusiva, pero siempre estaba allí cuando él necesitaba algo. Cuando Cassandra olvidaba traerle su medicación, Marbel lo hacía. Cuando la manta de Adrien se resbalaba, ella la acomodaba con delicadeza.
Los días se convirtieron en semanas. Las visitas de Cassandra se hicieron más cortas; sus excusas, más largas. Adrien vio cómo la mujer que creía amar se alejaba, y su compasión era reemplazada por fastidio.
Entonces llegó la noche de la fiesta de cumpleaños de un amigo. Cassandra le rogó que asistiera, diciendo que sería “bueno para su imagen”. Pero una vez allí, rodeado de deslumbrantes invitados, ella lo dejó solo en una mesa en un rincón: un hombre en silla de ruedas, olvidado por la mujer que decía amarlo.
Cuando finalmente regresó, su voz resonó en la terraza, ligera y cruel.
—Mírenlo ahora —bromeó, y su risa hizo eco en la noche—. Una sombra del hombre que solía ser.
La multitud rio con incomodidad. El rostro de Adrien palideció, la vergüenza le quemaba el pecho. Aferró las ruedas de su silla, tratando de mantener la compostura.
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