Una historia de redención, amor y nuevos comienzos en la mansión Lancaster

Seis meses pasaron volando.

Leo creció. Aprendió a leer con ayuda de María. Construyó castillos con cajas de cartón. Jugó futbol con los jardineros. En las noches, antes de dormir, pedía que James le contara historias, aunque fueran aburridas. Solo quería oír su voz.

Un día, mientras estaban en el estudio, Leo preguntó:

—¿Tú también te sentías solo, antes de mí?

James miró el fuego en la chimenea.

—Sí. Mucho.

—¿Y ahora?

—Ahora… me siento vivo.

Epilogo: Una carta y un legado

Años después, Leo escribiría una carta que sería publicada en un libro que recopilaba historias de adopción.

“No soy hijo de sangre. Soy hijo del destino.

No nací en una cuna de oro. Nací en la calle.
Pero un hombre —que no tenía razones para amarme— me vio.
Y decidió que el amor no necesita razones. Solo necesita decisión.

Hoy llevo su apellido. Y cada vez que firmo como ‘Leo Lancaster’, me acuerdo que fui el niño de la reja.

Pero más que eso… fui el niño que alguien eligió no ignorar.”

Y en la entrada de la vieja mansión Lancaster, aún cuelga aquel dibujo infantil: el sol torcido, tres figuras tomadas de la mano, y una palabra escrita con letra dispareja:

Familia.

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