El día que escuché la noticia de que mi ex, Javier, estaba a punto de casarse, se me hundió el corazón.
A pesar de que llevábamos tres años divorciados, en el fondo nunca lo había dejado ir.
Pero lo que realmente me llamó la atención no fue sólo el hecho de que se fuera a casar, sino los rumores que circulaban entre familiares y amigos:
“Se va a casar con una mujer discapacitada en silla de ruedas. Da casi lástima verla”.
En ese momento, mi orgullo y egoísmo se encendieron. Pensé: «El hombre que me dejó solo pudo encontrar a alguien con discapacidad física para casarse. ¿No es esa la consecuencia de su decisión?».
Ese pensamiento me produjo una extraña sensación de alivio.
Decidí que tenía que ir a la boda, lucir radiante, para que él y todos vieran que yo era la mujer que él realmente merecía, y que él solo estaba viviendo un error.
Esa noche pasé horas frente al espejo. Un vestido rojo ajustado, el pelo cuidadosamente ondulado, un maquillaje impecable que me hacía sentir como una reina. Imaginé la escena: entrar en la habitación, todas las miradas fijas en mí, comparándome —a mí, radiante y altiva— con una novia débil en silla de ruedas. Estaba convencida de que yo sería la que brillaría.
La boda se celebró en un elegante salón de eventos en la Ciudad de México. La música sonaba animada y las risas inundaban el ambiente. Al entrar, noté que varios conocidos me miraban con sorpresa. Levanté la cabeza con orgullo, como si fuera la estrella de la noche.
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