El bebé fue llevado a la clínica privada de la mansión. El médico aseguró que solo necesitaba aspirar el trozo de comida y que en minutos estaría mejor. Pero Lucía no apartaba la mirada del pequeño. Nicolás intentaba tomar su biberón, pero no lograba tragar ni una gota. Sus párpados se movían con lentitud y su cuerpo estaba flácido. El corazón de Lucía lo sabía: aquello no era normal.
“Eduardo, escúchame, algo no está bien”, insistió con la voz temblorosa. Pero Camila intervino rápidamente. “Cállate, Lucía. Estás estorbando al médico”. Camila se acercó a Eduardo, lo abrazó por detrás fingiendo consuelo, pero una leve sonrisa se dibujó en sus labios por un instante. Cuando el médico pidió que todos salieran, Lucía se quedó en el pasillo, con las manos temblorosas. Allí, en la soledad, susurró: “No pueden ser los mismos síntomas”. Años atrás, había visto morir a un niño con los mismos signos, y el motivo nunca se descubrió. Lo aterrador era que, esta vez, sentía que la culpable dormía en la misma cama que el padre del niño.
Horas después, la casa estaba en silencio. Los invitados se habían marchado y solo se oía el bip de las máquinas en la habitación del bebé. Eduardo, destrozado, no se movía del lado de su hijo. Camila, vestida de blanco, lloraba sin lágrimas. Y Lucía estaba afuera en la terraza, sola, con la cabeza baja, culpándose por no haber hecho más. De repente, algo brilló en el suelo, junto a la silla donde había estado sentada Camila. Era un pequeño frasco de vidrio. La etiqueta decía “vitaminas”, pero al abrirlo, un olor dulzón le trajo un recuerdo maldito. Era el mismo aroma que había sentido años atrás en el hospital, cuando perdió a un paciente por intoxicación. “Esto no es vitamina”, murmuró con el corazón detenido. “Esto mata lentamente”.
Al anochecer, Lucía bajó a la cocina con el frasco escondido en el bolsillo. La ama de llaves, mientras limpiaba, comentó en voz baja: “Qué raro que ese niño se atragante todos los días, ¿no?”. El estómago se le revolvió. Se encerró en el baño de servicio y, con el cuidado de quien sostiene una bomba, destapó el frasco. El olor la transportó de nuevo a aquel hospital, al día en que perdió a un bebé por una dosis letal que nadie pudo probar. De pronto, unos golpes en la puerta la sobresaltaron.
“Lucía, ¿estás ahí dentro?”, era la voz de Camila. Lucía se enjuagó el rostro, escondió el frasco en su sostén y respondió tratando de disimular el temblor de su voz: “Ya salgo, señora Camila”. Al salir, sintió la mirada fría de la mujer sobre ella y supo que algo muy grave estaba ocurriendo. Lo que no sabía era que alguien la estaba vigilando a través de las cámaras de seguridad de la casa.
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