EL BEBÉ DEJÓ DE RESPIRAR Y SOLO LA NIÑERA DESCUBRIÓ LA VERDAD… HASTA QUE FUE TARDE…

A la mañana siguiente, la tensión era palpable. Camila, con su sonrisa de ángel, servía el café como si nada. “Gracias a Dios, el niño está mejor”, dijo mirando fijamente a Lucía. Pero su mirada no era de gratitud, sino una amenaza. Lucía se dio cuenta de que nadie sospecharía de la prometida perfecta. ¿Quién iba a creerle a una simple niñera? Decidió actuar por su cuenta. En cuanto Camila salió, corrió a la cocina y encontró lo que temía: tres botellitas idénticas con etiquetas cambiadas, escondidas detrás de las fórmulas del bebé. “Dios mío, lo está envenenando poco a poco”, susurró.

Esa tarde, cuando el médico llegó para realizar nuevos exámenes, Camila no lo dejó acercarse a la cocina. Lucía aprovechó un descuido, tomó uno de los frascos y se dispuso a llevarlo a un hospital público para que lo analizaran. Pero antes de salir, la voz de Camila la detuvo en seco. “¿Qué haces ahí, Lucía?” “Nada, señora, solo limpiaba”, balbuceó. Camila se acercó, con los ojos afilados como cuchillos. “Últimamente te veo muy curiosa. Cuida lo tuyo, porque lo nuestro no te pertenece”. Esas palabras helaron el aire. Lucía entendió que se enfrentaba a alguien capaz de cualquier cosa. Pero Camila no imaginaba que aquella niñera entrometida había sido doctora y sabía exactamente cómo descubrir la verdad.

Esa noche, Lucía no durmió. Al amanecer, tomó un autobús al hospital público donde aún tenía amigos. “Necesito que analicen esto con urgencia. Es cuestión de vida o muerte”, dijo entregando el frasco. Por la tarde, el teléfono sonó. Eran los resultados. “Señorita, esto no es un suplemento. Es un medicamento controlado para suprimir el apetito. En un niño, puede detener su sistema digestivo”. El suelo desapareció bajo sus pies. Corrió al cuarto de Nicolás y vio la escena que más temía: Camila le estaba dando el biberón, sonriendo. “¡Deme eso ya!”, gritó, arrancándole el biberón de las manos. La discusión atrajo a Eduardo. Antes de que Lucía pudiera explicar, Camila se adelantó, llorando desconsoladamente. “¿Me está acusando de envenenar a tu hijo? ¡Eduardo, tú sabes que yo jamás haría algo así! ¡Ella está loca, quiere ocupar mi lugar!”. Su actuación fue perfecta. “Solo quiero salvar al niño”, imploraba Lucía, pero su palabra no valía nada. “Basta, Lucía. Confié en ti”, dijo Eduardo con dureza. Destrozada, Lucía salió corriendo, pero llevaba consigo la prueba que podría salvar a Nicolás. Desesperada, llamó al médico de la familia y le contó todo. “Esto es muy grave, Lucía. ¿Tienes cómo probarlo?”, preguntó el doctor. “Sí”, respondió ella con firmeza. “Y mañana lo verá con sus propios ojos”. Mientras tanto, Camila, sintiendo el cerco cerrarse, entró en la oficina de Eduardo para destruir cualquier pista que la relacionara con los frascos, sin saber que una cámara de seguridad lo estaba grabando todo.

A la mañana siguiente, el médico llegó temprano. Lucía entró en la sala, con el alma firme. “No vengo a defenderme, vengo a probar la verdad”, dijo. Camila rio. “La verdad es que quieres ser la heroína”. El médico pidió silencio y encendió su computadora. En la pantalla, apareció el video de Camila en la oficina, escondiendo documentos. Se puso pálida. “Buscaba el seguro médico del niño”, tartamudeó. Lucía sacó el frasco y lo puso sobre la mesa. “Ya tengo los análisis. Esto mata lentamente”. Eduardo se desplomó. “Camila, ¿qué has hecho?”. Ella intentó huir, pero ya era tarde. Solo faltaba conocer el motivo de tanta crueldad. “¿Por qué?”, preguntó Eduardo con la voz rota. “¡Porque nunca quise ser la madrastra de nadie!”, gritó ella, derrumbando su máscara de ángel. “¡Ese niño era el único obstáculo entre yo y tu herencia!”. “¡Nunca vas a entender lo que es el amor!”, le gritó Lucía con lágrimas en los ojos.

 

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