Cuando el reloj marcó la medianoche, Ethan Whitmore empujó las puertas de su mansión. Venía arrastrando el peso de juntas interminables, contratos millonarios y la impecable imagen del hombre que todos admiraban. Pero algo, aquella noche, era distinto.
El silencio habitual de la casa no estaba. En su lugar… un murmullo suave, una respiración acompasada, y el ritmo apacible de dos corazones diminutos.
Siguió el sonido con el ceño fruncido, los pasos lentos sobre el mármol. Y entonces se detuvo.
En medio del salón, bajo la luz dorada de una lámpara, vio a la mujer de la limpieza. Dormía profundamente sobre la alfombra, con su uniforme turquesa arrugado y el cabello suelto. A su lado, dos bebés gemelos descansaban plácidamente. Uno tenía una diminuta mano aferrada al dedo de la mujer; el otro, apoyado en su pecho, respiraba con calma, como si el latido de su corazón fuera su arrullo.
El golpe de la sorpresa lo atravesó.
—¿Qué demonios hacía ella aquí? ¿Con mis hijos? —murmuró entre dientes.
Los pensamientos lo inundaron de inmediato: Despídela. Llama a seguridad. Exige explicaciones.
Pero algo lo detuvo.
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