Todas las enfermeras embarazadas trabajaban exclusivamente en turnos nocturnos y habían pasado semanas enteras cuidando a Miguel en la habitación 312-B. Algunas estaban casadas, otras solteras, pero todas juraban no haber tenido relaciones con nadie fuera del hospital. El miedo empezó a filtrarse por los pasillos y los rumores circularon en voz baja: algunos hablaban de sustancias químicas, otros de secuelas del sismo, y los más supersticiosos susurraban palabras que nadie quería pronunciar en voz alta, como brujería o energías que no pertenecían a este mundo.
Alejandro revisó una y otra vez los estudios neurológicos. Los electroencefalogramas mostraban siempre lo mismo: actividad mínima, signos vitales estables, ningún movimiento físico. No había explicación posible. Cuando la quinta enfermera, Lucía Hernández, entró llorando a su consultorio con una prueba de embarazo temblando entre las manos y le juró que llevaba meses sin estar con nadie, Alejandro comprendió que aquello ya no podía ocultarse ni atribuirse al azar.
Presionado por la dirección del hospital y temiendo un escándalo que llegara a los noticieros, tomó una decisión desesperada. Una noche de viernes, cuando los pasillos quedaron casi vacíos y el silencio se apoderó del edificio, entró solo en la habitación 312-B y escondió una pequeña cámara dentro del ventilador de pared, apuntando directamente hacia la cama del paciente. Al salir, un frío extraño le recorrió la espalda, como si hubiera cruzado una línea que jamás debió cruzar.
Antes del amanecer regresó a su despacho, cerró la puerta con llave y conectó la memoria de la cámara. Durante varios minutos no ocurrió nada, solo el sonido constante de los monitores y la respiración artificial llenando la habitación. Entonces, a las 3:42 de la madrugada, las luces parpadearon. Miguel Ángel, inmóvil durante años, abrió lentamente los ojos. Sus brazos se elevaron de forma rígida y antinatural, y el monitor cerebral mostró un pico violento de actividad.