Nunca imaginé que la boda de mi hijo Daniel se convertiría en un espejo que revelaría verdades que durante años habían permanecido ocultas. Llegué temprano, usando el mejor atuendo que mi oficio de costurera me permitía. Trabajé toda mi vida para que a mi hijo no le faltara lo esencial, aunque nunca pude darle los lujos que disfrutaban sus amigos. Aun así, siempre creí que me respetaba… hasta ese día.

Cuando entré al salón de banquetes, un acomodador me condujo hasta un asiento en la última fila. Pensé que debía tratarse de un error, pero la mirada inquieta de Daniel lo explicó todo.

—Mamá… las mesas del frente son para la familia de Romina —murmuró, evitando mi mirada.

Sentí como si una aguja invisible se hundiera en mi pecho. Yo, su única familia, terminaba relegada como un invitado irrelevante.

Me senté en silencio. A mi lado, un hombre elegante, de cabello canoso y traje impecable, hojeaba el programa de la ceremonia. Me sonrió con calidez.

—Buenas tardes. Soy Esteban —dijo con voz suave y profunda.

Tardé unos segundos en reconocerlo. Habían pasado más de veinte años, pero esa chispa en sus ojos era inconfundible. Esteban había sido mi primer amor: un joven arquitecto apasionado, generoso y perteneciente a un mundo al que yo nunca sentí pertenecer. La vida nos había separado, y asumí que él siguió adelante… pero nadie me preparó para lo drásticamente que había cambiado su destino.

Conversamos en voz baja mientras la ceremonia avanzaba, poniéndonos al día como si no hubieran pasado décadas. En un momento mencioné que Daniel trabajaba administrando un edificio en el centro, y Esteban frunció el ceño.

—¿El de la calle Moreno?
Asentí.
—Lo compré hace dos meses. Es uno de mis últimos proyectos.

El mundo parecía de repente demasiado pequeño. Mientras tanto, Daniel nos observaba con ansiedad. No por mí, sino porque había reconocido a Esteban: no como mi amor del pasado, sino como Esteban Luján, el empresario al que todos respetaban con cautela.

Y sin saberlo, mi hijo se avergonzaba de mí… mientras confiaba ciegamente en el hombre que ahora estaba sentado a mi lado.

Pero nada me preparó para lo que ocurriría al final de la recepción.

El discurso que cambió la boda entera