Tras el almuerzo, cuando los invitados se dispersaban, Daniel se acercó acompañado de Romina. Su sonrisa era artificial, calculada.
—Mamá, espero que estés cómoda —dijo para guardar las apariencias.
Sin embargo, su expresión cambió al ver a Esteban sentado conmigo. Pude leerlo: sorpresa, pánico… y ambición.
—¿Eres Esteban Luján? —preguntó, tratando de sonar casual.
—Sí —respondió Esteban, cordial.
Yo sabía qué vendría: Daniel intentando impresionarlo, tal vez buscando oportunidades. Lo que no esperaba era escucharlo decir:
—Ella… bueno… es la señora que me crío —dijo con una risa incómoda.
Sentí que el mundo se detenía. Romina frunció el ceño, decepcionada.
Pero Esteban apoyó su mano en mi hombro y dijo con firmeza:
—No, Daniel. Ella es Teresa, una de las mujeres más trabajadoras y nobles que he conocido. Y alguien que significa mucho para mí.
El silencio fue absoluto. Y entonces ocurrió lo impensado.
Esteban se levantó, tomó el micrófono del DJ y pidió la atención de todos. Casi me desmayé.
—Antes de continuar —anunció— quiero decir unas palabras sobre alguien que fue colocada al fondo de esta sala.
Los invitados murmuraron.
—Hace muchos años conocí a una mujer que me enseñó lo que significa la verdadera dignidad. Una mujer que construyó tanto con tan poco, que enfrentó la vida con valentía y nunca pidió nada a cambio. Hoy está aquí… sentada atrás.
Sentí que todo giraba a mi alrededor.
—Quiero honrarla —continuó— porque el éxito no se mide por la riqueza, sino por el carácter. Y si alguien merece un lugar en la primera fila… es Teresa.
La sala estalló en aplausos. Mis piernas temblaban.
Daniel, rojo como un tomate, intentó disculparse, pero Esteban lo detuvo.
—El respeto a una madre no se negocia. Se practica.
Esa frase quedó suspendida en el aire… como una sentencia.
Las máscaras caen
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