Se quedó mirando el perchero:
—Después de esta temporada.
¿Qué estación? ¿El monzón? ¿La floración del mango? ¿O la temporada en que la paciencia finalmente se acaba?
Lo intenté todo: rabia, sinceridad absoluta, terapia. El terapeuta me preguntó:
—¿Luchas con el deseo?
Asintió.
—¿Con la orientación?
Volvió a asentir.
—¿Con el trauma?
Esta vez, silencio.
En la cena, deseaba romper los platos, sólo para escuchar el sonido romper el vacío.
Quince años. Dejé de sollozar. Las lágrimas corrían como agua de fregar, pero el aceite nunca se enjuagaba.
Un día, regresé temprano. Llovió de repente en Delhi. Al abrir la puerta, oí su voz dentro del estudio:
—Hola, ¿Aarav?
Aarav, mi mejor amigo del instituto. Todos los sábados, él y Aarav bebían cerveza. Llegaba tarde a casa, con el aliento a alcohol, pero sus ojos se mantenían lúcidos. Nunca sentí celos. Hasta ese día.
—Ha pedido el divorcio otra vez —suspiró mi marido.
— ¿Divorcio? —Aarav parecía sorprendido.
Se rió amargamente: — Quince años, Aarav.
—¿Y ahora qué?
—No me divorciaré. Di mi palabra.
—Desprecio esa promesa. ¿A quién se la prometiste? ¿A mí o a él?
—A ambos.
Me quedé paralizada. Él continuó en voz baja:
—Esa noche todavía oigo chirriar los frenos.
Luego silencio.
—Los dos tenemos la culpa. Mi deber es dejarlo descansar por la noche. El tuyo es darme fuerzas.
Temblé en la cocina.
Esa noche, cara a cara, le pregunté: —¿Amas
a Aarav? —Me encantan las promesas. De ti. De Aarav.
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