En la mañana del mercado del pueblo, el rocío todavía mojaba los techos de palma. Doña Lupita, encorvada, empujaba su carrito de chatarra pasando frente al mercado grande. Sus pies, endurecidos por años de caminar, y sus manos flacas y arrugadas arrastraban un costal pesado. No tenía a nadie cercano, vivía sola en una choza destartalada a la orilla del canal, recogiendo cada día lo que otros tiraban para cambiarlo por maíz o frijol y sobrevivir.
Ese día, en una esquina del mercado, escuchó un llanto tenue. Un recién nacido, todavía rojo y frágil, había sido dejado dentro de una vieja palangana de aluminio. A su lado, un papel arrugado decía:
“Por favor, que alguien con buen corazón acoja a este niño.”
Doña Lupita se quedó inmóvil. Sus ojos nublados se detuvieron lentamente en aquella pequeña vida. Nadie se acercaba. La gente pasaba de largo, negando con la cabeza, murmurando con fastidio:
—En estos tiempos, si uno apenas puede alimentarse a sí mismo, ¿quién se atrevería a cargar con un destino tan pesado como una montaña…?
Pero Doña Lupita era diferente. Levantó al bebé con sus manos temblorosas. El niño agarró su dedo y lo apretó suavemente. El corazón de la anciana se estremeció, pero a la vez se llenó de un calor inesperado.
—Hijito, tú no tienes a nadie… y yo tampoco tengo a nadie. Vámonos juntos, ¿sí? —susurró con ternura.
⏬️⏬️ continúa en la página siguiente ⏬️⏬️