Desde aquel día, la humilde choza tuvo el llanto de un bebé, la luz titilante del quinqué encendido hasta la madrugada, y a una madre anciana que medía con cuidado cada gota de leche y cada cucharada de atole para criar a ese niño con todo lo que tenía.

En el barrio pobre la llamaban loca. Algunos incluso decían directamente:
—Lo crías y cuando crezca se irá, te dejará sola. No es de tu sangre, solo te estás echando un peso encima.

Ella solo sonreía, con la mirada perdida en el horizonte:
—Quizás sea así. Pero ahora tengo a un niño que me dice “mamá”. En mi vida, nunca había tenido algo tan hermoso.

Al niño lo llamó Esperanza, aunque todos le decían Hugo – porque para ella significaba eso: la esperanza. Creció con tortillas duras remojadas, con ropa remendada, pero también con valores, respeto y cariño que su madre le inculcó, además del empeño por estudiar.

Cada noche, Doña Lupita salía a juntar cartón y botellas hasta muy tarde. Aun cansada, lavaba el uniforme de la escuela de Hugo. El muchacho, al verla, sentía más amor y fuerza para superarse. Siempre fue el mejor de su clase, hasta lograr entrar a la Facultad de Medicina de la UNAM con beca completa.

El día que recibió la carta de aceptación, Hugo abrazó a su madre llorando a mares. Ella sonrió y le puso en la mano doscientos pesos doblados – todo lo que tenía en ese momento – y le dijo:
—Ve a estudiar, hijito. Hazte un hombre de bien. Yo no necesito nada más, con que vivas con bondad me basta.

Veinte años después.