La choza vieja y agujereada se había transformado en una casita modesta pero digna. Ese día, tras regresar de sus prácticas en el extranjero, todo el barrio se reunió frente a la casa para ver cómo el doctor Hugo venía a buscar a su madre para llevarla a la ciudad.
Bajó del auto vestido con bata blanca y un gran ramo de flores en la mano. Se arrodilló frente a ella:
—Mamá, ya soy un hombre. Desde hoy quiero cuidar de ti, como tú cuidaste de mí.
Los vecinos vieron los ojos arrugados de Doña Lupita humedecerse, pero brillar como nunca antes. Ella no necesitaba que nadie reconociera que había tenido razón. Su felicidad estaba ahí: un hijo agradecido, lleno de amor y nobleza.
Y comprendió que la maternidad no necesita lazos de sangre: basta con un amor verdadero.
Ese día, cuando Hugo se inclinó ante ella, todo el barrio guardó silencio. Algunos recordaron las burlas de antaño. Otros no pudieron contener las lágrimas al ver a la viejita temblorosa acariciar el cabello de su hijo, ahora un hombre alto y exitoso.
—Hijo… yo ya soy vieja. No necesito lujos ni riquezas. Solo quiero verte vivir con bondad, curar y ayudar a la gente. Eso me basta para morir en paz.