La esclava dio a luz en medio del camino de tierra; pero quienquiera que detuviera el carruaje aquel día cambió…

Bajo el calor implacable de Ouro Preto, en un serpenteante camino de tierra, una joven esclava de 19 años llamada Inácia yacía abandonada, consumida por los dolores del parto. Había huido al amanecer de la propiedad del temido Coronel Rubens Antunes, un hombre de poder absoluto. Días antes, Inácia había escuchado al capataz planear la venta de su bebé en cuanto naciera, arrancándolo de sus brazos como habían hecho con tantos otros niños de la senzala. Esa sentencia encendió en ella un coraje desesperado y la empujó a huir, sabiendo que sin ayuda, ella y su hijo morirían en aquel camino.

Mientras su visión se nublaba, escuchó el sonido de un carruaje. Débilmente, intentó levantar la mano, pero sus fuerzas la habían abandonado.

Dentro del elegante carruaje viajaba Beatriz de S. Antunes, una dama de poco más de veinte años. Era la viuda del único hijo del Coronel Rubens, fallecido trágicamente dos años antes. Aunque Beatriz había heredado la hacienda de su esposo, vivía bajo el control autoritario de su suegro.

Al ver la figura postrada, Beatriz ordenó detenerse de inmediato, ignorando las protestas de su dama de compañía. Se acercó y vio la sangre, el sudor y la súplica en los ojos de Inácia. Sin dudarlo, Beatriz, con su vestido de seda lila, se arrodilló en el lodo rojo.

—No morirás —dijo con firmeza—. Ni tú ni tu hijo.

Minutos después, el llanto agudo de un recién nacido rasgó el silencio. Inácia atrajo al niño contra su pecho. Pero cuando Beatriz vio el rostro del bebé, un escalofrío recorrió su espalda. Los rasgos delicados, la forma de los ojos… eran extrañamente familiares. Demasiado familiares.

Su dama de compañía se acercó y le susurró algo urgente al oído. Beatriz palideció. La verdad revelada en el rostro de ese niño era peligrosa. Con una autoridad que sorprendió a todos, Beatriz ordenó:

 

 

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