“Me fui de viaje de negocios un mes, y apenas regresé a casa, mi esposo me abrazó con fuerza: ‘Vamos al cuarto, te extrañé tanto…’. Sonreí, sin saber que ese abrazo sería el inicio de días que jamás podría olvidar. Porque en esa casa no solo me esperaba mi esposo…”
Ciudad de México, a inicios de mayo. La primera lluvia de la temporada caía de manera repentina, como el ánimo de una mujer que acababa de salir del aeropuerto después de un mes de trabajo intenso en Monterrey. Mariana arrastraba su maleta, el corazón latiendo emocionado. No era solo por el éxito del proyecto —aunque eso también la llenaba de orgullo—, sino porque al fin regresaba a su hogar. Con Ricardo, el hombre que cada noche le decía que la amaba antes de dormir.
Mariana abrió la puerta con su huella digital, el corazón golpeando como la primera vez que fue a visitar a su novio. La casa de dos pisos estaba en silencio, impregnada con el olor a limpiador de pisos recién usado. Apenas puso la maleta en el suelo, escuchó pasos apresurados bajando por las escaleras.
—“¡Ya volviste, amor mío!” —exclamó Ricardo, abrazándola como si hubiera pasado un año entero sin verla. La apretó con tanta fuerza que casi le cortó la respiración, y luego sonrió ampliamente:
—“¡Vamos al cuarto! ¡Te extrañé demasiado!”
Mariana rió, acurrucándose en su hombro. El olor de su piel, su respiración acelerada, el brillo en sus ojos: todo la hacía sentir en paz. Asintió:
—“Déjame ducharme primero.”
Ricardo puso cara de niño caprichoso, pero accedió. Mientras ella se bañaba, él puso música suave y le preparó un jugo de naranja, que dejó sobre la mesa. Detalles simples, pero que para Mariana significaban todo.
Esa noche, se abrazaron como si nunca se hubieran separado. Ricardo le susurraba palabras dulces, y Mariana se sentía afortunada. Sabía que muchas mujeres allá afuera cargaban solas con el peso del mundo, pero ella tenía a un hombre que la cuidaba y la hacía sentir amada.
A la mañana siguiente, Ricardo se levantó temprano para preparar el desayuno: huevos, pan y un café con leche fría, justo como a ella le gustaba. Él dijo:
—“Recupérate, amor.”
Mariana sonrió feliz. Quizá decían que los hombres mexicanos no eran muy románticos, pero su esposo era una excepción.
Pero la felicidad, a veces, es como un vidrio: transparente, hermoso… y frágil.