En el polvoriento pueblo de San Miguel del Valle, enclavado entre las montañas de Sonora en el año 1878, vivía una mujer cuyo nombre había sido pronunciado con lástima durante los últimos 3 años.
Paloma Herrera caminaba por las calles empedradas con la cabeza en alto, pero cada paso que daba resonaba como un recordatorio doloroso de su fracaso más grande. No había podido darle un hijo a su esposo durante cinco largos años de matrimonio. A los 28 años, Paloma había visto como todas sus amigas de la infancia se convertían en madres orgullosas mientras ella permanecía con el vientre vacío y el corazón cada día más pesado.
Su rostro ovalado, enmarcado por cabello castaño, que insistía en mantener recogido en un moño perfecto, había perdido la luminosidad que una vez la caracterizó. Sus ojos verdes, que antes brillaban con sueños de maternal felicidad, ahora reflejaban una resignación que dolía ver.
Don Fernando Castillo, su esposo, era un comerciante próspero de 42 años que había visto en Paloma la esposa perfecta para continuar su linaje. Alto, de bigote meticulosamente cuidado y manos que siempre olían a tabaco caro, Fernando había sido paciente los primeros años. Pero cuando las temporadas pasaron sin novedad alguna en el vientre de su esposa, su paciencia se transformó en frustración, después en resentimiento y finalmente en desprecio abierto.
“Una mujer que no puede dar hijos no es mujer”, había murmurado Fernando esa mañana durante el desayuno sin siquiera levantar la vista de su periódico. Las palabras cayeron sobre la mesa como gotas de veneno, manchando para siempre lo que quedaba de su matrimonio. Paloma continuó sirviendo el café con manos temblorosas, fingiendo que no había escuchado lo que su alma ya sabía desde hacía meses.
Su matrimonio había terminado mucho antes de que él pronunciara esas palabras crueles. El pueblo entero parecía estar al tanto de su condición. Las mujeres en el mercado bajaban la voz cuando ella pasaba, susurrando comentarios que llegaban a sus oídos como dagas. Pobrecita, 5 años y nada.
Seguro es castigo divino por algo que hizo. Don Fernando debería buscar una mujer de verdad. Cada palabra era una herida que se abría en su corazón. Pero Paloma había aprendido a caminar con dignidad, incluso cuando el mundo entero parecía estar en su contra. La visita al Dr. Ramírez en la capital había sido la confirmación final de lo que todos ya susurraban.
El médico, un hombre mayor con lentes que se resbalaban por su nariz mientras examinaba los resultados, había pronunciado las palabras que sellarían su destino. Señora Castillo, lamento informarle que su condición es irreversible. Su matriz está, digamos, dormida para siempre. No concebir un hijo jamás. Paloma había salido del consultorio sintiendo como si hubiera muerto por dentro.
Las calles de la capital le parecían ajenas. Los rostros de las personas borrosos a través de las lágrimas que no se permitía derramar en público. Cuando regresó a San Miguel del Valle con la noticia, Fernando mostró sorpresa, solo alivio de tener una confirmación oficial que justificara lo que ya había decidido hacer.