El divorcio se tramitó con una rapidez que sorprendió incluso a los chismosos del pueblo. Fernando había encontrado rápidamente argumentos legales, respaldado por médicos que certificaron la incapacidad natural de Paloma para cumplir con sus deberes matrimoniales. En menos de dos meses, ella se encontró firmando papeles que la despojaban no solo de su apellido de casada, sino de su lugar en la sociedad respetable del pueblo.
Su propia familia, encabezada por su padre, don Esteban Herrera, un hombre rígido que consideraba que el honor familiar dependía de la reputación de sus hijos, la recibió con frialdad glacial. “Has traído vergüenza a nuestro apellido”, le había dicho sin mirarla a los ojos. “Una mujer que no puede dar nietos no tiene lugar en esta casa.” Su madre, doña Carmen, había llorado en silencio, pero no se atrevió a contradecir a su esposo.
Con una pequeña herencia que su abuela le había dejado años atrás, Paloma logró rentar una casita modesta en las afueras del pueblo. La ironía del destino quiso que encontrara trabajo como partera, ayudando a traer al mundo a los hijos que ella jamás podría tener. Las mujeres del pueblo la buscaban porque tenía manos suaves y conocimientos que había adquirido leyendo todos los libros de medicina que podía conseguir, pero siempre la trataban con esa mezcla de agradecimiento y lástima que la hacía sentir como un fantasma entre los vivos.
Durante las noches silenciosas en su pequeña casa, Paloma se preguntaba si Dios la había puesto en este mundo solo para recordarle a otras mujeres cuán afortunadas eran. Cada bebé que ayudaba a nacer era una bendición que contemplaba con amor genuino, pero también un recordatorio doloroso de lo que nunca tendría.
Sus manos, expertas en recibir nueva vida, regresaban cada noche a una casa vacía donde solo el eco de sus pasos le hacía compañía. Los meses pasaron convirtiendo su rutina en una danza melancólica entre partos ajenos y soledad propia. Paloma había aprendido a encontrar propósito en servir a otras madres, pero por las noches, cuando el pueblo dormía y ella se quedaba sola con sus pensamientos, el vacío en su corazón parecía expandirse hasta llenar toda la habitación. Se había resignado a una vida de servicio sin amor, de dar vida sin crear vida, de
ser útil sin ser feliz. Fue en una de esas mañanas de octubre cuando las hojas comenzaban a cambiar de color y el aire traía promesas de cambio, que los soldados llegaron al pueblo con noticias que cambiarían para siempre el destino de Paloma. El capitán Moreno, un hombre curtido por años de batallas en la frontera, había traído consigo a un prisionero que tenía a todo el regimiento nervioso, un guerrero apache capturado después de una batalla feroz que había durado tres días en las montañas. Es un salvaje peligroso”, explicaba el capitán al alcalde mientras
medio pueblo se reunía en la plaza para escuchar las noticias. Pero las órdenes superiores son claras, nada de ejecuciones. El gobierno quiere intentar domesticar a estos indios, convertirlos en ciudadanos útiles. La palabra domesticar salió de su boca como si estuviera hablando de amansar a un caballo salvaje.
El alcalde, don Ignacio Vega, un hombre pequeño con tendencia a sudar cuando estaba nervioso, se secó la frente con un pañuelo mientras consideraba las implicaciones. ¿Y qué se supone que hagamos con él? Nuestro pueblo no tiene facilidades para mantener prisioneros peligrosos. No será exactamente un prisionero”, explicó el capitán con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Será más bien un proyecto de civilización. Necesitamos a alguien que se haga cargo de él, alguien que le enseñe nuestras costumbres, nuestro idioma, nuestras maneras. alguien que pueda transformar a un salvaje en un hombre civilizado. Fue entonces cuando todas las miradas se volvieron hacia Paloma, quien había estado escuchando desde el borde de la multitud.
Una mujer sin marido, sin hijos, sin familia que la protegiera, con tiempo libre entre un parto y otro. En los cálculos fríos de los hombres del pueblo, ella era la candidata perfecta para un trabajo que nadie más querría. Paloma Herrera podría hacerlo”, sugirió don Fernando con una sonrisa cruel que ella reconoció inmediatamente.
Después de todo, ya no tiene otras responsabilidades que la mantengan ocupada. Las risitas ahogadas de algunas mujeres fueron como bofetadas invisibles que la golpearon una tras otra. El alcalde asintió como si acabara de resolver un problema complejo. Es una excelente idea.
Paloma es una mujer educada, conoce de medicina y tiene tiempo disponible. Además, si algo sale mal, no estaremos poniendo en riesgo a ninguna familia importante del pueblo. Paloma sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor. Una vez más, estaba siendo utilizada para resolver los problemas de otros, asignada a una tarea que nadie más quería porque su vida era considerada menos valiosa que la de cualquier mujer casada con hijos.
Pero cuando vio las sonrisas satisfechas de Fernando y de los otros hombres del pueblo, algo se encendió en su interior. Una chispa de rebelión que llevaba años dormida. Acepto, declaró con voz clara que sorprendió a todos los presentes, incluyéndose a ella misma. Me haré cargo del prisionero Apache.
No sabía que con esas palabras acababa de sellar un destino que la llevaría hacia la felicidad más inesperada de su vida. Esa noche, mientras preparaba su pequeña casa para recibir a un huésped que nadie había visto, pero que todos temían, Paloma no podía imaginar que estaba a punto de conocer al hombre que no solo cambiaría su vida, sino que despertaría en su cuerpo la capacidad de crear vida que todos habían dado por perdida para siempre.
La mañana siguiente amaneció con un cielo plomizo que parecía presagiar tormenta, pero nada había preparado a Paloma para la tormenta emocional que estaba a punto de desatarse en su vida. Los soldados llegaron temprano antes de que el pueblo despertara completamente, arrastrando cadenas que resonaban contra las piedras como lamentos metálicos. El prisionero Apache caminaba entre ellos con una dignidad que contrastaba brutalmente con su condición de cautivo.