El corazón de Richard Whitman latía con fuerza mientras el taxi se detenía frente a su casa de dos pisos en los suburbios de Chicago. Tras tres semanas de reuniones de negocios en Londres, por fin estaba de regreso.

En su mente lo veía con claridad: Emily, su hija de siete años, corriendo hacia la puerta y gritando “¡Papá!”; el pequeño Alex balbuceando en su silla alta; y Vanessa, su esposa desde hacía apenas dos meses, recibiéndolo con una sonrisa cálida.

Eso era lo que le daba sentido a su vida: la familia que creía lo esperaba en casa.

Bajó del taxi con la maleta en mano, el corazón hinchado de anticipación. Había comprado pequeños regalos en el extranjero: un cuento para Emily, un osito de peluche para Alex. Imaginaba sus risas, la alegría llenando la casa.

Pero al girar la llave y entrar, la bienvenida soñada nunca llegó.