El movimiento de Amina fue tan rápido que ninguno de los tres pudo procesarlo al principio. Con un giro preciso de muñeca, desvió la mano de Marcos hacia abajo, bloqueándolo con la otra mano en un agarre firme que aprendió en jiu-jitsu. Fue un gesto limpio, controlado, pero suficiente para que el chico soltara un grito ahogado.

—¿Qué haces? ¡Suéltame! —balbuceó él, sorprendido por la repentina pérdida de control.

Amina lo soltó de inmediato, como le habían enseñado: control, no agresión. Pero los otros dos, cegados por la humillación de ver a su amigo reducido por una chica “delgadita y callada”, reaccionaron mal. Iván intentó agarrarla del hombro, pero ella dio un paso lateral, empujando su brazo con un movimiento circular que lo hizo perder equilibrio. Sergio, visiblemente alterado, avanzó hacia ella con la intención de imponerse por fuerza bruta.

Y ahí Amina tomó una decisión: no huir.

Con la técnica impecable de quien ha repetido el movimiento cientos de veces, tomó el antebrazo de Sergio, bajó su centro de gravedad y ejecutó un derribo sencillo. El chico cayó de espaldas, atónito, sin saber qué había pasado. Iván retrocedió un paso, desconcertado.

—No quiero pelear —dijo Amina, su voz firme pero sin temblor—. Sólo quiero que me dejéis en paz.

Pero los gritos atrajeron a varios estudiantes y, segundos después, a la orientadora, Señora Morales, que llegó corriendo. Al ver a Sergio en el suelo y a Marcos frotándose la muñeca, exigió explicaciones. Los chicos hablaron todos a la vez, tartamudeando excusas. Amina, sin levantar la voz, contó exactamente lo que había ocurrido.

La administración del instituto tomó el asunto con la gravedad adecuada. Hubo reuniones con los padres, declaraciones oficiales y sanciones para los acosadores, incluidos cursos obligatorios sobre acoso y respeto. Amina, aunque todavía con el corazón acelerado, sintió por primera vez en mucho tiempo que algo se había roto… pero en el buen sentido. No quería más violencia, pero tampoco más silencio.

Ese día, varios estudiantes se acercaron a ella para preguntar si estaba bien. Algunos incluso se disculparon por no haber dicho nada antes. Amina entendió entonces que su reacción no solo había sido para protegerse: había marcado un límite que otros necesitaban ver.

Lo que no imaginaba era lo que vendría después: una conversación que cambiaría la forma en que la escuela veía tanto la lucha como el respeto.

Una semana después, la directora del instituto pidió a Amina y a su madre que asistieran a una reunión especial. Allí también estaban la Señora Morales y el profesor de educación física, Óscar Valverde. Amina entró nerviosa, sin saber qué esperar.

Para su sorpresa, la reunión no era para hablar de castigos, sino de oportunidades.

El profesor Valverde explicó que, después del incidente, varios estudiantes habían mostrado interés en aprender técnicas básicas de defensa personal. No para pelear, sino para sentirse seguros, especialmente aquellos que habían sufrido acoso en silencio durante años. Propuso crear un pequeño taller extracurricular y, con el permiso de su madre, quería que Amina fuera parte de la iniciativa, no como instructora, sino como inspiración y asistente del propio profesor.

La idea la dejó sin palabras.

Su madre, emocionada, le tomó la mano.

 

 

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