—Gracias por decirlo —contestó ella—. Pero no lo hiciste solo. Fuiste parte de algo que me hizo daño durante meses. Eso no se borra. Pero… acepto que quieras cambiar.

No hubo abrazo, ni reconciliación forzada. Solo un entendimiento. Un límite claro.

A veces, pensó Amina, cerrar una herida no significa olvidar, sino reconocer quién la causó y cómo seguir adelante sin arrastrarla consigo.

Esa noche, al contárselo a su madre, ambas entendieron que la verdadera fuerza no siempre se muestra con un bloqueo perfecto o un derribo limpio. A veces está en mantenerse firme frente a quien antes te hizo temblar.

Con diciembre llegó el frío, los abrigos gruesos y el gimnasio del instituto lleno de vapor por el esfuerzo de quienes acudían al taller. Lo que comenzó como una pequeña iniciativa se había transformado en algo más grande.

Habían pasado de diez estudiantes a casi treinta.

—¡Cuidado con la guardia baja! —exclamó el profesor Valverde durante una de las sesiones, mientras Amina corregía suavemente la postura de una chica de primero.

Amina observaba los progresos con una mezcla de orgullo y sorpresa. Había gente que antes ni siquiera la saludaba y ahora le pedía ayuda para aprender a girar la cadera, bloquear un agarre o mantener el equilibrio bajo presión.

Los rumores del incidente ya casi no se escuchaban. Habían sido reemplazados por otra clase de comentario:

—¿Sabes que Amina ayuda en el taller?
—Dicen que tiene una técnica increíble.
—Ojalá yo tuviera esa disciplina.

No era fama lo que ella buscaba, pero sí un ambiente distinto. Y ahora el instituto se sentía más seguro, más consciente.

Un día, mientras guardaban los tatamis, Valverde se acercó a Amina.

—He estado pensando —dijo—. Si quieres, a partir del próximo trimestre podrías dirigir breves demostraciones. Cosas muy básicas. Siempre bajo supervisión mía, claro. Pero creo que tienes mucho que aportar y los estudiantes te respetan.

Amina abrió los ojos, sorprendida.

—¿Yo… enseñar? —preguntó, incrédula.

—Enseñar no es solo mostrar técnica —respondió el profesor—. Es ser ejemplo. Y tú lo eres, aunque aún no lo veas.

La idea le daba miedo, pero también emoción. No sabía qué camino tomaría su vida, pero algo dentro de ella comenzaba a imaginar un futuro donde la lucha no fuera solo un refugio, sino una forma de ayudar.

Llegó abril, y con él una energía nueva en el instituto. El taller de defensa personal era ya una actividad fija, respetada y valorada. Tanto, que la comisaría local, en colaboración con el ayuntamiento, organizó una pequeña jornada sobre prevención del acoso y autodefensa básica para adolescentes.

Para sorpresa de todos —incluida ella misma—, Amina fue invitada como representante del Instituto Beltrán.

La directora la llamó a su despacho para contárselo.

—No tienes por qué aceptar si no quieres —le aclaró con una sonrisa amable—. Pero creemos que tu experiencia puede inspirar a otros. No solo por lo que te ocurrió, sino por cómo lo enfrentaste y por lo que ayudaste a construir después.

Amina se quedó en silencio unos segundos. Hace unos meses, la idea de hablar en público la habría aterrado. Ahora, la sentía como un desafío… pero no un enemigo.

—Quiero hacerlo —dijo finalmente.

El día del evento, de pie frente a decenas de estudiantes de distintos institutos, Amina sintió cómo las manos le temblaban un poco. Pero cuando habló, su voz salió clara: