El reloj digital en la mesita de noche marcaba las 03:14 a.m. cuando el teléfono comenzó a vibrar violentamente contra la madera, rompiendo el silencio sepulcral de mi apartamento. Soy Lucas, y aunque esa noche dormía profundamente, el instinto de protección hacia mi hermana, Elena, siempre me mantenía en un estado de alerta subconsciente. Ella se había casado con Arthur hacía cinco años, un hombre meticuloso, frío y obsesivamente perfeccionista que trabajaba como cirujano cardiovascular. Nunca me gustó Arthur; había algo en su mirada clínica, en la forma en que analizaba a las personas como si fueran rompecabezas de carne y hueso, que me helaba la sangre. Pero Elena lo amaba, o al menos, le tenía demasiado miedo como para dejarlo.

Contesté el teléfono esperando una emergencia médica o una discusión conyugal. Pero lo que escuché al otro lado de la línea fue una voz pequeña, temblorosa y susurrante. Era mi sobrino de cinco años, Leo.

—¿Tío Lucas? —susurró el niño. Su voz sonaba ahogada, como si se escondiera debajo de las sábanas.

—Leo, ¿qué pasa? ¿Por qué estás despierto? ¿Dónde están tus padres? —pregunté, sentándome de golpe en la cama, con el corazón empezando a bombear adrenalina.

Hubo una pausa larga, solo interrumpida por una respiración entrecortada. Luego, Leo pronunció las palabras que me perseguirían por el resto de mi vida, con una inocencia que hacía el horror aún más insoportable.

—Tío… papá está jugando al doctor con mamá. Está usando un bisturí rojo… Mamá todavía está durmiendo.

El mundo se detuvo. “Bisturí rojo”. Arthur tenía una colección de instrumentos quirúrgicos antiguos en su estudio, pero la frase implicaba algo visceral, húmedo y terrible.

—Leo, escúchame bien —mi voz temblaba, traté de sonar firme—. ¿Dónde estás ahora?