Yo me encargo, pero si ve a Mateo fuera del cuarto, va a saber, lloriqueó la niña. Confía en mí, la cortó Morales cerrando la puerta con cuidado. Respiró hondo y se colocó en el pasillo de frente a la entrada de la casa. El sonido de la llave girando en la cerradura retumbó seguido del rechinido de la puerta. La figura de Rogelio apareció, un hombre robusto, con la camisa arrugada, un fuerte olor a cigarro y alcohol. Sus ojos oscuros recorrieron la sala con desconfianza.

¿Quién anda ahí?, preguntó con voz cargada de irritación. Morales dio un paso al frente, manteniendo la postura firme. Policía respondió. Estoy aquí para verificar unas denuncias. Rogelio se detuvo sorprendido un instante, pero pronto recuperó el tono burlón. Denuncias aquí, rió seco. Seguro se equivocó de dirección. El policía no parpadeó. Usted es Rogelio. El hombre entrecerró los ojos. Yo mero. ¿Y qué? Quiero unas explicaciones sobre el estado de la casa. Puertas cerradas, ventanas tapadas. Morales señaló con la barbilla hacia el pasillo.

Eso no es normal. Rogelio soltó una carcajada sarcástica sacando un cigarro del bolsillo. Normal. ¿Desde cuándo la policía se mete en cómo vive uno? Esta es mi casa oficial. Aquí el que manda soy yo. Morales cruzó los brazos sosteniendo la mirada. Y los niños. La pregunta cortó el aire. Rogelio apretó el cigarro entre los dedos, pero no lo encendió. Los niños necesitan disciplina. Hoy en día todos son blandos con los chamacos. Yo no, aquí no hay suavidades.

Disciplina no es encerrar a un niño en un cuarto oscuro replicó Morales con la voz más dura. Un silencio tenso se apoderó de la sala. El policía sabía que no podía acusarlo sin pruebas concretas, pero tampoco podía echarse atrás. Rogelio lo miró con desconfianza. ¿Dónde está Shimena?, preguntó con la voz cargada de sospecha. Ella debería estar aquí. Morales se mantuvo calmado. Está a salvo. El padrastro dio un paso hacia delante, el tono agresivo. ¿Qué quiere decir con a salvo.

Morales levantó la mano impidiendo la aproximación. Quiero decir que mientras yo esté aquí, nadie les va a poner un dedo encima. La tensión explotó. Rogelio bufó. La cara roja de furia. Usted no tiene derecho a meterse en mi familia. Eso es asunto de la casa. Morales respondió firme. Cuando se trata de maltrato infantil deja de ser asunto de la casa. Es asunto de la ley. El hombre apretó los dientes conteniendo el impulso, pero sus ojos recorrían la sala como si buscara algo.

Morales lo notó. Sospechaba. Sospechaba que los niños estaban escondidos ahí muy cerca. De pronto, el silencio se rompió. Un soyo, bajo escapó del cuarto donde estaba Mateo, casi imperceptible, pero suficiente para helarle la sangre a Morales. Rogelio giró la cabeza despacio, fijando la mirada en el pasillo. ¿Qué fue eso?, preguntó en tono bajo, casi animal. Morales se adelantó bloqueando el paso, nada que le importe, pero Rogelio ya sonreía de lado con una sonrisa sombría. Usted no debería estar aquí, oficial, y voy a descubrir que me está escondiendo.

Avanzó un paso y Morales supo que el enfrentamiento era inevitable. La llave giró otra vez en la puerta principal. El picaporte sonó y una voz cansada entró antes que el cuerpo. Ya llegué. Carolina apareció en el marco con la bolsa al hombro, el uniforme arrugado de tantas horas de trabajo. Se detuvo al ver al policía en el pasillo. Su mirada fue de Morales a Rogelio, que forzaba una sonrisa tensa, y volvió a la sala como si intentara entender una pintura rota.

“¿Qué está pasando aquí?”, preguntó dejando la bolsa en la silla. Rogelio tomó la delantera. Nada. El oficial entró sin orden y anda haciendo preguntas. Dice que recibió una denuncia. Forzó la palabra sarcástico. Le pedí que se fuera, pero Morales se mantuvo firme. Soy el sargento Morales. Su hija me buscó en la escuela y me pidió que viniera. Encontré puertas internas con candados y ventanas cubiertas. Necesito verificar la seguridad de los niños. Carolina frunció el seño entre sorprendida e irritada.

Mi hija pidió eso, Jimena. No, debe haber un error. Aquí nos la arreglamos como podemos. Rogelio es estricto, sí, pero ayuda en todo. Se giró hacia él, casi pidiéndole confirmación. Tú los cuidas, ¿verdad? Siempre los he cuidado”, respondió Rogelio manso. Del cuarto se escuchó un soyozo corto como un animal herido recordando cómo respirar. Carolina se sobresaltó. ¿Quién está ahí? Morales miró rápido hacia el pasillo. Mateo, lo encontré encerrado, delgado, llorando. Eso no es rigor, es privación. La palabra quedó flotando en el aire.

Carolina dio un par de pasos, vaciló. y encaró a Rogelio esperando una explicación inmediata. Encerrado. ¿Por qué? Seguridad, respondió él sin pensar. La casa da a la calle, Carolina, el niño es terco, tú sabes. Toca todo. Lo encierro para que no pase un accidente cuando no estás por fuera. dijo Morales seco. Un candado por fuera no es seguridad, es confinamiento. Carolina mordió el labio. El cansancio empezó a transformarse en defensa. Oficial, usted no vive nuestra vida. Aquí el barrio es complicado.

Yo trabajo de noche. Rogelio hace lo que puede. A veces se pasa así, pero respiró hondo buscando firmeza. Es severo, nada más. Morales no apartó la mirada. La severidad no explica lágrimas diarias, ni un plato vacío en el piso de un cuarto oscuro, ni una ventana tapada para que nadie vea lo que pasa adentro. Los ojos de Carolina brillaron de rabia y vergüenza. Golpeó la puerta del cuarto. Jimena, abre. La cerradura no giró. Un silencio espeso. Entonces la voz pequeña de la niña.

Mamá, no abras, por favor. Carolina cerró los puños. ¿Qué le metió en la cabeza a mi hija? Soltó contra Morales. Ella nunca habló así. Yo no le metí nada, contestó el contenido. Yo escuché y vi. Rogelio le tocó el hombro suavemente. Amor, estás cansada. El niño lloró porque le quitaron la siesta. El policía vino, revolvió la casa y los niños se asustaron. Nada más. No es así. cortó Morales. Jimena me dijo que él los encierra cuando usted se va a trabajar.