Una niña es expulsada de casa por su madrastra tras el funeral de su padre; un millonario irrumpe y revela un secreto impactante.
Una niña de seis años fue arrastrada al patio por su madrastra y su amante justo después de regresar del funeral de su padre. Allí, con el pretexto de alejar la mala suerte, le vertieron un cubo de agua fría en la cabeza. La pequeña, aferrada a su osito de peluche, temblaba de pies a cabeza frente a lo que había sido su hogar. De repente, un coche de lujo frenó bruscamente frente a la puerta. Un hombre adinerado salió del vehículo.
Cubrió los hombros de la niña con su abrigo y pronunció una sola frase que desencadenó la confrontación en la que los malhechores se verían obligados a pagar por sus actos.
La verja de madera se cerró tras el grupo que acababa de regresar del cementerio. La casa estaba tan silenciosa que el tictac del reloj de pie resonaba como el golpe de un martillo pesado. Sofía Castillo, de seis años, abrazaba contra su pecho un osito de peluche desgastado; tenía los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Aquel osito había sido el último regalo que su madre le había dado antes de morir en un accidente de coche años atrás.
Y ahora su padre, Ricardo Castillo, un exitoso empresario y padre amoroso, acababa de fallecer tras una larga enfermedad. Dentro de la enorme casa, Sofía se sentía tan pequeña que le faltaba el aire. Carmen Ruiz, de 35 años. La mujer que había entrado en esa casa hacía apenas dos años como su madrastra. Había pasado la mañana en el cementerio fingiendo dormir y secándose lágrimas que no existían. Pero en el momento en que la puerta se cerró, su rostro cambió por completo, volviéndose frío e inexpresivo.
Sus ojos se posaron en Sofía sin la menor compasión, como si mirara un obstáculo irritante. Sofía susurró con voz temblorosa: —¿Puedo limpiar la casa, mamá? Carmen se giró, soltó una risa amarga y espetó con un tono arrogante: —De ahora en adelante, esta casa es mía, yo soy quien decide. Ni se te ocurra fingir inocencia para ganarte mi lástima. Sofía se quedó paralizada, abrazando con más fuerza al oso, sus deditos clavándose en la tela raída.
En ese instante, la puerta se abrió. Entró un hombre arrastrando una maleta, que dejó caer pesadamente al suelo. Era Roberto Ponce, de 38 años, el hermano menor de Ricardo. Para muchos, Roberto no era más que un vividor que había vivido siempre a la sombra de su hermano. Sin embargo, ese día entró con una seguridad que sugería que la casa siempre le había pertenecido. Roberto se dejó caer en una silla, descorchó una botella de whisky que ya estaba sobre la mesa y bebió un largo trago.
Luego la miró de arriba abajo y escupió al suelo. «Hola, Sofía. De ahora en adelante, estaré aquí ocupando el lugar de tu inútil padre». Sofía retrocedió, tartamudeando. «¿Qué haces en la casa de mi padre? ¡Esta es la casa de mi padre!». Carmen se giró hacia ella, con voz cortante y cruel; cada palabra la golpeó como una bofetada. «Tu padre está muerto, ¿entiendes? En esta casa, yo decido, y mi hombre ahora es Roberto».
A partir de este momento, no tienes derecho a hablar aquí. O te callas o te vas. Sofía se quedó atónita, con los ojos llenos de lágrimas. Roberto soltó una carcajada burlona, su voz chillona rezumaba sarcasmo. Mírate, una simple parásita patética que no sabe hacer otra cosa que llorar y aferrarse a ese oso harapiento. Tu padre fue un tonto al consentirte tanto, y ahora te crees una princesita, o mejor dicho, una princesita arruinada. En esta casa, no eres más que una molestia, una carga de la que todos quieren deshacerse.
Sofía temblaba, aferrándose con fuerza a su osito de peluche. «Me portaré bien, no molestaré». De repente, Carmen se puso de pie de un salto, con una mirada cruel. Agarró a Sofía del brazo y tomó la pequeña maleta, que ya contenía algo de ropa usada. Le arrebató el osito de peluche y lo tiró al patio. Carmen salió furiosa con un cubo de agua fría. «¡Fuera de mi casa! ¡Estoy harta de fingir que soy tu buena madre!».
Eres una mocosa problemática. Tu padre murió. Tu madre murió. Todo es tu culpa. Necesito deshacerme de la inmundicia que llevas dentro. Niña. Solo con verte me da escalofríos, ¡imagínate tenerte viviendo bajo mi techo! Sofía jadeó aterrorizada. No, mamá, por favor. Tengo mucho frío. Prometo portarme bien. No volveré a hablar. Carmen apretó los dientes. No eres mi hija. Ni se te ocurra llamarme mamá. Jamás aceptaré a una parásita inútil como tú. No quiero ver tu cara en esta casa.
¡Ni un segundo más! ¡Lárgate! Le arrojó el cubo de agua fría directamente a Sofía. El agua le empapó el pelo y la ropa, calándola hasta los huesos, hasta que empezó a temblar sin control. El osito de peluche yacía empapado en el suelo, aplastado bajo el zapato de Roberto, quien se cruzó de brazos y sonrió con desprecio. «Mírala, no es diferente de un perrito callejero. Le queda perfecto». Sofía juntó las manos, con los ojos muy abiertos, en un desesperado ruego de auxilio.
Algunos vecinos observaban desde lejos, pero en cuanto sus miradas se cruzaron con la de ella, cerraron rápidamente las puertas y se dieron la vuelta. Nadie se atrevió a intervenir. Sofía se desplomó en el suelo, aferrada al osito de peluche destrozado, con las lágrimas mezclándose con el agua helada en sus mejillas. Su voz ronca rompió el silencio de la noche. «Papá, ¿adónde tengo que ir ahora?». En ese instante, resonó el sonido de un motor. Un elegante Cadillac se detuvo justo frente a la puerta.
La puerta se abrió y salió un hombre. Vestía un traje oscuro. Sus ojos eran penetrantes, pero reflejaban conmoción. Permaneció inmóvil, observando la escena tras la puerta. Una niña de seis años, empapada hasta los huesos, se acurrucaba en el patio, con los ojos enrojecidos, aferrada a un viejo juguete como si fuera su último recurso. Su mirada delataba un dolor que no podía ocultar. El hombre apretó el puño y, en ese instante, los recuerdos de su propia infancia abandonada lo inundaron.
Dio un paso al frente, con la voz quebrada por la emoción. —¿Qué está pasando aquí? —preguntó. El hombre era Alejandro Vargas, de 40 años, un millonario hecho a sí mismo, que solía aparecer en revistas financieras como Forbes, Fortune y The New York Times. Había construido un imperio inmobiliario que abarcaba varios estados, conocido por su astucia para los negocios, pero muy reservado con su vida privada. Pocos sabían que tras esa imagen glamurosa se escondía una infancia marcada por el abandono y el dolor. Habiendo vivido con miedo a la violencia de su padrastro y la negligencia de su madre, la puerta se abrió y Alejandro Vargas entró, paralizado, en el patio empapado por la lluvia.
La chaqueta de su traje oscuro se movía ligeramente con el viento mientras avanzaba. Su rostro era serio, sus ojos aún atónitos por la visión de la niña empapada en agua fría, temblando en medio del patio. Alejandro se quitó lentamente el abrigo y se lo puso sobre los hombros a Sofía. El pequeño cuerpo tembló bajo el calor que aún conservaba la tela. Sofía alzó la vista, sus ojos, aún húmedos por las lágrimas, brillaban con una frágil esperanza. Su manita se aferró al borde del abrigo como si temiera que pudiera desaparecer.
Alejandro le apretó suavemente el hombro y luego levantó la cabeza. Su voz salió, cada palabra cargada de ira contenida. Ricardo lleva muerto menos de un día. ¿Así es como tratan a su hija? Carmen parpadeó, con los hombros temblando ligeramente. Una lágrima fingida rodó por su mejilla. Su voz tembló, aunque con un tono gélido. Me has malinterpretado, Alejandro. Solo quería enseñarle a obedecer, a comportarse con educación. La niña es testaruda, irrespetuosa con su tío. Solo la estaba asustando un poco.
Solo con fines ilustrativos
Roberto soltó una risa burlona y le lanzó una bocanada de humo de cigarrillo. —Soy su tío. Te sugiero que dejes de meterte en asuntos familiares. Ya llegaste tarde al funeral y ahora quieres hacerte el héroe. Esto no es asunto tuyo, así que no te metas. —Una mirada gélida brilló en los ojos de Alejandro. Los recuerdos lo inundaron. A los quince años, fue Ricardo, el mismo amigo que ahora yacía bajo tierra, quien lo sacó de debajo de la mesa donde se escondía de las palizas de su padrastro, tras noches de violencia.
Continúa en la página siguiente