Al otro lado no hubo respuesta, pero sí un pequeño ruido: como una respiración ahogada.

La tensión crecía. Sin perder tiempo, Javier retrocedió unos pasos y embistió la puerta. Cedió al tercer intento. Dentro encontraron a una niña de ojos grandes, piel pálida y uniforme azul: Lucía. Estaba escondida detrás del escritorio del profesor, abrazando su mochila.

—Lucía, ¿estás bien? —preguntó Marta, acercándose lentamente.
La niña asintió, pero levantó una mano pidiendo silencio. Señaló la esquina de la sala.

Allí, un hombre de unos cuarenta años estaba sentado en el suelo, inconsciente, apoyado contra un radiador. Llevaba ropa de conserje. Tenía un corte superficial en la frente y una llave inglesa en la mano.

Javier revisó el pulso: estable.
—Parece haber recibido un golpe —murmuró—. Pero… ¿quién lo golpeó?

Lucía tragó saliva y finalmente habló con voz clara:
—Yo no. Fue la profesora Clara. Me dijo que me escondiera y llamara al 911 cuando él empezó a comportarse “de forma rara”. Dijo que iba a sacar a los otros niños… pero no ha vuelto.

Marta sintió un escalofrío.
—¿Qué significa “de forma rara”?

Lucía se encogió.
—Se enfadó muchísimo con la directora, empezó a gritar cosas sin sentido, golpeó taquillas… y luego intentó entrar a nuestra clase. La profesora lo enfrentó. Creo que se golpearon, no sé bien… yo me escondí.

Ahora todo encajaba: la escuela había sido evacuada por la profesora, que había alertado discretamente a los alumnos para salir mientras distraía al conserje alterado. Pero nadie había informado a la policía porque todo ocurrió en minutos.

El problema ahora era que la profesora Clara no aparecía.

La prioridad cambió: encontrar a la profesora Clara. La evacuación improvisada había evitado una tragedia, pero su ausencia generaba un nuevo nivel de urgencia.

Javier comunicó a la central:

 

 

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