Una pareja de mendigos mayores apareció en la boda de su hijo que había tenido éxito; permanecieron allí temblando durante toda la fiesta, sin ser invitados… y entonces ocurrió lo inesperado.

Javier siempre decía que no quería una gran boda porque “no tenía familia a quien invitar”. Lo acepté, aunque mis padres insistieron en organizar una hermosa celebración para su única hija.

Finalmente, reservamos un elegante salón dentro de un restaurante de lujo en la Ciudad de México y recibimos a casi 100 invitados, en su mayoría familiares y amigos míos. Yo controlé el vestido y las invitaciones; Javier se encargó de los detalles de la ceremonia. Parecía más pensativo de lo habitual, pero supuse que solo eran nervios antes del gran momento.

Llegó el día: candelabros resplandecientes, flores frescas, invitados encantados. Javier y yo estábamos en el escenario, intercambiando anillos y votos. Sin embargo, entre el público, vi algo inquietante: una pareja mayor, pobremente vestida, permanecía en silencio en un rincón.

El hombre, frágil, de cabello plateado, se apoyaba en un bastón desgastado, temblando. La mujer a su lado aferraba una bolsa de tela descolorida, con sus ojos tristes clavados en nosotros. Parecían sombras perdidas en medio del esplendor.

Me incliné hacia Javier y le susurré:

—Cariño, ¿quiénes son esas personas? ¿Por qué están aquí?

Él se estremeció y luego respondió rápidamente:

Probablemente sean vagabundos que se colaron. Haré que los saquen.

Lo detuve:

—No, déjame pedirles que se sienten, pobres almas.

Me acerqué a ellos, pero mi madre me agarró del brazo, irritada:

¡Mariana! No dejes que desconocidos te arruinen el día. Llama a los guardias.

Me resistí, suplicando:

—Mamá, ya son mayores, ¿qué daño hay en dejarlos descansar un rato?

Pero cuando me volví, los camareros ya los estaban escoltando afuera.

 

 

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